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Miércoles, 22 Julio 2015 16:26

Los Juegos Olímpicos de la Antigüedad

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Los Juegos Olímpicos de la Antigüedad

OlimpiaEl actual y reducido núcleo urbano de la villa de Olimpia se encuentra situado en la parte nor­occidental de la península del Peloponeso, a unos trescientos kilómetros de Atenas. A mil metros escasos de distancia del centro de la vi­lla se yerguen todavía, diezmadas y menguadas en su apariencia física, las ruinas de los edifi­cios, templos e instalaciones de lo que, hace una larga andadura de siglos, constituyó el enclave geográfico de una de las más importantes vér­tebras de la cultura y la civilización occidental.

Olimpia nace a la vida histórica en épocas no bien determinadas. Durante muchos años, quizá siglos, el idílico 1 valle enmarcado entre los ríos Alfeo y Cladeo y cuya fértil llanura es rota por el pequeño monte Cronos, debió constituir un lugar de culto y de prácticas ri­tuales que, con el tiempo, fueron cambiando de advocación de unas divinidades a otras. El pri­mer dios venerado allí, según la tradición, allá por el II milenio a.C., fue Cronos2, al que jun­to con su esposa Rea los sumos sacerdotes o basiles les ofrecían sacrificios en la cima del monte. Esta tradición oral, narrada por Pausa­nias3 (hacia 170 d. C.) y Filostrato (alrededor de 200 d. C.), fue ulteriormente corroborada y comprobada por las investigaciones arqueoló­gicas. Al lado de otra serie de cultos de inferior rango, con el transcurso del tiempo, es Zeus4 hijo de Cronos, el que sustituyendo en el pro­tagonismo teológico y ritual a su padre, se en­señorea del Santuario, permaneciendo de cara al futuro en esta situación de exclusividad. El culto a Zeus se incrementa en el transcurso de los años. El padre de dioses y hombres, pode­roso, terrible, justiciero, pero también, al mis­mo tiempo, bondadoso y paternal, atr.ae al valle de Olimpia peregrinos procedentes de los más diversos lugares de la antigua Hélade, que vie­nen a rendirle culto y a ofrecerle sacrificios. Y es aquí, con ocasión de una de estas prácticas litúrgicas, en donde, según la opinión domi­nante entre historiadores y arqueólogos, nació o se engendra la idea que en su desarrollo his­tórico daría lugar o produciría los Juegos de­portivos mismos, basando su espíritu agonal en la más pura esencia rituaria y litúrgica'. Según Umminger, los peregrinos que a Olimpia llega­ban ofrecían a Zeus un gran sacrificio, en cuya pira le eran inmolados los presentes que los de­votos ofrecían a la deidad, en serial de reverencial sumisión. Como el hecho de prender la lla­ma de la gran hoguera, suponía un privilegio y una distinción especialmente codiciados, se ar­bitró un medio sencillo para la determinación del elegido. Puestos varios peregrinos, que qui­sieran optar a aquel honor, a una distancia pru­dencial y alineados en forma de salida, a la se­ñal de una voz o grito, emprendían veloz carrera hacia el lugar en donde, en pie y con una antorcha en la mano, esperaba un sacerdo­te. Al primero en llegar hasta él le cabía el ho­nor de prender la llama de la gran pira. Este fue, en su aspecto sencillo y esquemático, el origen de los Juegos de Olimpia, como dice Umminger, impregnados en su esencia de una atmósfera de conmovedora sencillez. La com­petición ritual referida daría origen a la carrera denominada del estadio (192,27 metros), cro­nológicamente la primera de las pruebas que integrarían el calendario de los antiguos juegos y que guardará el privilegio de primogenitura a lo largo de toda la evolución histórica de las primeras Olimpiadas, a las que era frecuente identificar con el nombre del vencedor de aquel concurso, el cual era inscrito siempre a la cabe­za de los vencedores que en los Juegos en cues­tión hubieran tomado parte.

Particular dificultad ha supuesto para el investigador moderno el determinar en qué mo­mento histórico los Juegos de Olimpia se desa­rrollan o tienen lugar, ya organizados y progra­mados bajo normas esencialmente deportivas y sin abandonar, por supuesto, la base o signo es­piritual del que siempre habían de participar. Es este un punto en el que el mito y la tradición arrojan datos, muchos de los cuales han sido ul­teriormente corroborados por las investigacio­nes históricas. Es unas veces Herakles', el héroe tebano, el que para celebrar su victoria sobre el rey Augias —la limpieza de cuyos establos cons­tituyó uno de sus doce míticos trabajos— celebra u organiza para conmemorarlo Juegos Olímpicos; en otra ocasión, es Pélope7 el que, una vez conseguido su triunfo contra el rey de Pisa, Enomao, en la legendaria carrera de carros y desposado que ha sido con su hija Hipodamia, organiza Juegos en Olimpia para dar gracias a los dioses; y es, en otra ocasión, Oxilo el que, guiando a los belicosos dorios, llega al valle del Alfeo e instaura los Juegos. Éstas y otras múlti­ples citas se podrían invocar para asegurar que, con anterioridad al momento histórico del cual tenemos datos concretos, en Olimpia tenían lu­gar citas agonales que, con celebración y perio­dicidad distinta a la que después tuvieron, muy bien pudieron haber comenzado en su desarro­llo más allá del siglo X a. C.

En el año 776 a. C. es cuando, según da­tos históricos ciertos, Corebos de Elida gana la carrera del estadio. Es ésta una fecha culminante y determinante a la vez, ya que, desde este año, comienza la computación histórico-cronológica de los Juegos de Olimpia. La fe­cha no sólo tiene transcendencia deportiva, ya que a partir de ese momento comienza a fun­cionar un sistema de calendario en Grecia, que mide el tiempo por Olimpiadas, es decir, por periodos de cuatro años. Produce este dato singular impacto en el ambiente social, espiri­tual y político, en la Hélade de entonces. Pie­rre Louys, en un artículo publicado en L’Auto, lo comenta diciendo:

«Mientras los romanos consideraron como su primer año la fundación de Roma, los cristianos el del nacimiento de Cristo, los musulmanes el del origen del Islam y los revolucionarios el de la proclamación de la República, los griegos comenzaron a contar a partir del día en que los sacerdotes de Olim­pia hicieron grabar el nombre de Corebos en las planchas de la gloria. Ya no saben en qué año conquistaron Troya, ni cuándo vencieron a los atridas, ni en qué siglo vivió Hornero, pe­ro escriben en mármol blanco y nos trasmiten la victoria de Corebos sobre 192,27 metros. Y es que los Juegos Olímpicos eran para los griegos una solemnidad como nosotros no po­demos encontrar hoy en día equivalente simi­lar. La esencia de Lourdes y la Meca son los peregrinajes religiosos, la de Beiruth la musi­cal, la de Deauville el sport mundial, la expo­sición de París no es más que artística, de atracción de forasteros. Olimpia era todo esto y mucho más...».

Desde el 776 a. C. con una matemática pe­riodicidad cuadrienal, los griegos se reúnen en Olimpia durante todo el largo espacio históri­co de 1.168 años, hasta el 392 de nuestra era, en que son oficialmente suprimidos los Juegos corno consecuencia de un Edicto del empera­dor hispano-romano Teodosio I El Grande.

Los Juegos tenían lugar durante el mes de Hecatombion9, dentro del solsticio de verano, y que vendría a corresponder a los actuales julio- agosto. Iniciado el año olímpico, de Elida, ca­pital del pequeño estado neutral habitado por los eleos, y dentro del cual estaba enclavada Olimpia, salían en dirección a los cuatro pun­tos cardinales los espondófros10 o heraldos de la paz. Su misión era comunicar a las ciudades y gentes en general que el año olímpico había comenzado y que la tregua o paz sagrada había entrado en vigor. La famosa Tregua Sagrada11 o Ekekcheiria fue, al parecer, un convenio que en el 884 a. C., acordaron los reyes Licurgo, Cleóstenes e Ifito, en representación de sus res­pectivos estados, Esparta, Pisa y Elida. La Tre­gua en cuestión venía a prohibir todo tipo de actividad guerrera mientras los Juegos durasen y declaraba inviolable el territorio de Olimpia, donde los Juegos iban a tener lugar, y prohibi­do el acceso al mismo a toda persona armada. Según Pausanias, el infatigable viajero de la an­tigüedad, el texto del histórico acuerdo estaba grabado en forma circular y concéntrica, en un disco de hierro que se guardaba en el templo de Hera. También, según Plutarco, Aristóteles vio aquel disco cuyo texto decía:

«Olimpia es un lugar sagrado; el que se atreva a pisar esta tie­rra con fuerza armada será condenado como hereje. También es hereje aquel que no castigue un delito si está en su mano poder hacerlo».

Fue tan grande la fuerza moral que la fa­mosa Tregua Sagrada contenía, que, durante todo el largo y dilatado espacio histórico en que los Juegos se desarrollaron, sólo en muy contadas y especiales ocasiones la famosa nor­ma pacificadora fue quebrantada, lo cual de­muestra bien a las claras su acatamiento y po­der moral en una época tan turbulenta como aquella, en la que las contiendas y disputas ar­madas entre los pueblos peloponésicos eran constantes.

Abierto el periodo de la Tregua, los atletas que pretendían competir en los Juegos, intensi­ficaban sus entrenamientos, mientras que los peregrinos que deseaban acudir a Olimpia pa­ra honrar a Zeus y al tiempo presenciar la gran fiesta agonal ultimaban sus preparativos.

Los atletas que pretendían competir en Olimpia debían haberse entrenado y prepara­do, con anterioridad a los Juegos, durante un espacio mínimo de diez meses, debiendo concentrarse en Elida 12 un mes antes del comien­zo de las competiciones. Allí, bajo la atenta mi­rada y juicio técnico de los hellanodicas13 o jueces que habían de dirigir los concursos en Olimpia, demostrarían la técnica depurada o suficiente habilidad en la especialidad escogi­da, que les acreditase para ser seleccionados en­tre el grupo de elegidos que podrían competir en las pruebas oficiales. Esta circunstancia de calidad deportiva era un dato más de los que se tenían en cuenta para dar a la fiesta la máxima belleza y esplendor.

Sólo podían tomar parte en los Juegos Olímpicos los varones. Las hembras estaban terminantemente excluidas. La infracción a tal precepto estaba castigado con la muerte. La ley que reglamentaba tal medida prescribía el des­peñamiento de la infractora desde el monte Tipeo. Sin embargo y paradójicamente, la única transgresora de la norma, que históricamente se conoce, la célebre Callipatira o Callipateira, fue absuelta. Al parecer la protagonista del su­ceso llegó a Olimpia para presenciar la partici­pación de su hijo Peisirrodos, que competía en la prueba de pugilato. Como la entrada al re­cinto deportivo le estaba prohibida, Callipatira entró en el Estadio camuflada bajo una túnica de entrenador, colocándose en el lugar o sitio especial que a éstos les estaba reservado. Cuan­do la competición de pugilato concluyó y su hi­jo se alzó con el triunfo, Callipatira, abando­nando toda prudencia se lanzó a la arena para abrazarlo, descubriéndose en este momento su identidad. Reunido urgentemente el Senado Olímpico, Callipatira al fin fue absuelta, al considerar los jueces, quizás, como eximente en su culpa, el ser hija, hermana y madre de cam­peones olímpicos 14.

La única mujer cuya presencia era habitual en los Juegos era la Gran Sacerdotisa de la dio­sa Demeter, para la cual se reservaba un sitial de honor enfrente del que tomaban asiento los hellanodicas o jueces supremos de los Juegos.

Demeter

Diosa Démeter

Los atletas libres de todo tipo de calzado o artificio técnico, competían completamente desnudos y descalzos. Esta práctica no fue cos­tumbre habitual desde el comienzo de los Jue­gos, en cuyas primeras fases, al parecer los atle­tas se cubrían con una sencilla perizoma o taparrabos. Fue durante los Juegos de la 15a Olimpiada, en el 720 a. C., según Dionisio de Alicarnaso, donde el espartano Akantos se pre­sentó desnudo a tomar la salida en la prueba de dólico. Según Pausanias fue, por el contrario, el megarense Orsipo el que en plena carrera, bien por caérsele la prenda, bien por librarse él mis­mo de aquélla para correr mejor, llegó a la me­ta desnudo. Sea cual fuere el origen de esta práctica, lo cierto es que a partir de esa olim­piada la desnudez en los atletas durante la competición se hizo proverbial15.

Durante años, en los Juegos Olímpicos an­tiguos, al igual que en los modernos, no existió más que una sola categoría de participantes, sea cual fuere su edad. Andando el tiempo y según Pausanias llegó a haber en Olimpia tres cate­gorías de concursantes, que se designaban con el nombre de: infantiles (hasta los 18 años) im­berbes (de 19 a 20 años) y hombres (de más de 20 años). Las pruebas que para los jóvenes (in­fantiles e imberbes) les estaban reservadas eran el pugilato, el pancracio, la carrera del estadio y el pentatlón, si bien la admisión de este último tuvo un corto periodo de vigencia, ya que úni­camente se admitió durante los Juegos de la 38 Olimpiada, en la que se proclamó vencedor en esta competición el espartano Eutelidas. Según Pausanias, el escaso lapso de tiempo en el que se admitió el pentatlón de jóvenes, fue debido, a que un concurso tan complejo como el pen­tatlón, resultaba agotador para competidores de tan temprana edad.

Como consecuencia de las infracciones que se pudiesen cometer contra las Leyes y Regla­mentos Olímpicos existieron y se aplicaron en la antigüedad diversos tipos de sanciones que se podían clasificar en políticas, económicas y corporales. Las primeras que solían tener como motivo de imposición una causa grave, solían afectar a toda una colectividad entera. Tucídi­des nos narra en su obra Guerra del Peloponeso cómo los espartanos, después de ser anunciada la Tregua Sagrada, tomaron por las armas la Fortaleza de Physcos, al mismo tiempo que co­locaban una guarnición en Lepreon. Por este motivo fueron castigados a pagar una multa de dos mil minas y, ante su negativa a satisfacerla, fueron excluidos de los Juegos.

Las sanciones económicas solían tener co­mo base algún motivo de corrupción deportiva, bien porque algún atleta intentaba comprar su victoria corrompiendo al contrario o porque al­guno se dejase vencer fácilmente a cambio de dinero. Si el fraude era descubierto, a los culpa­bles se les imponía una multa con cuyo impor­te se erigía a Zeus una estatua en bronce, al pie de la cual se grababa el nombre del infractor, el de su patria y el motivo por el cual había sido castigado. Estas estatuillas de Zeus o Zanes, se alinearon en la pequeña avenida que conducía a la entrada del Estadio, con objeto, de que los atletas que entraban a competir, tuvieran bien presente el conminatorio ejemplo y la severa advertencia que la presencia de las célebres es­tatuillas suponía18.

Por último, las penas corporales eran las que se solían imponer por transgresiones o infracciones leves, de esencia puramente deporti­va. En los dibujos cerámicos de vasos y ánforas, es corriente ver, entre los grupos de deportistas practicantes, la figura de paidotribo o maestro director del deporte. Se le distingue normal­mente por su amplia túnica y por llevar en la mano una larga vara o correa bifurcada, que le otorga cierto aspecto de dignidad y poder, y con las que golpeaba sin miramiento, si a ello había lugar, a sus discípulos torpes o desleales. Du­rante el desarrollo de las pruebas de carrera, dentro del programa de los mismos Juegos, era corriente que al lado del juez árbitro de la prue­ba que daba la salida se situase el mastigáforo o portalátigo, el cual y cuando algún atleta antes de dar la señal de partida «se escapaba», como habitualmente hacen hoy día nuestros corredo­res, acercándose a él, le propinaba unos cuantos latigazos para que en la próxima serie se le qui­tase la manía... De ahí la frase de Herodoto en sus Historias:

 «¡Oh Tesmístocles, en los Juegos los que se adelantan son azotados19...!».

Los Juegos Olímpicos griegos se desarro­llaban de acuerdo con un programa que com­prendía cinco o seis jornadas, según la opinión diversa de historiadores y arqueólogos.

El primer día de la fiesta llegaban a Olim­pia los atletas que, durante un mes, se habían concentrado en Elís bajo la dirección de los he­llanodicas. Al llegar al recinto sagrado o Altis entraban al mismo formando una vistosa comi­tiva, al frente de la cual marchaban los heraldos y trompeteros seguidos por los hellanodicas ata­viados con sus mantos de púrpura, los sacerdo­tes con sus ayudantes y los animales que iban a ser sacrificados, los representantes de las dele­gaciones extranjeras con sus ofrendas de oro y plata, el grupo de atletas participantes y al fi­nal, los caballos y carros que iban a competir en los agones ecuestres. Una vez ofrecido el gran sacrificio a Zeus20, se dirigían al Buleuterio o palacio comunal para prestar juramento con el brazo extendido, ante la estatua de Zeus Hor­kios o Zeus Vengador, de haber cumplido con la prescripción del entrenamiento durante diez meses, el de ser griegos libres, no perseguidos por delitos de asesinato o sacrilegio, al mismo tiempo de comprometerse formalmente a ob­servar y cumplir las prescripciones o normas que regían los Juegos. El juramento no sólo lo prestaban los atletas, sino también los jueces que iban a dirigir los concursos21.

En el segundo día de los Juegos tenían lu­gar las competiciones de jóvenes. Como ya anteriormente se ha dicho, las especialidades de­portivas en que éstos podían competir estaban reducidas al pugilato (introducidas en los Jue­gos de la 41 Olimpiada en el 616 a. C.) el pan­cracio (Juegos de la 145 Olimpiada, en el 200 a. C.), el pentatlón (disputada para muchachos únicamente en la 38 Olimpiada, en el 628 a. C.) y las competiciones de carreras que eran una sexta parte más cortas en distancia que las mismas pruebas para adultos y que fueron las especialidades por las que los jóvenes comen­zaron a tener acceso a la competición olímpica durante los Juegos de la 37 Olimpiada22.

En el tercer día, por la mañana, tenían lu­gar en el Hipódromo el desarrollo de los concursos ecuestres. La apasionada expectación que despertaban estas pruebas, estaba centrada preferentemente en las carreras de carros en sus dos versiones de biga (dos caballos) y cuadriga (cuatro caballos). El carro al que se uncían los animales era el arma, antiguo carro de guerra homérico, de ligero peso y prodigiosa movili­dad.

El Hipódromo de Olimpia se extendía al sur del Estadio, a lo largo del río Alfeo, y tenía una longitud de unos 400 metros de largo. En los dos extremos de la pista, había dos hitos o mojones que los carros tenían que doblar en cada una de las vueltas que diesen de las que integraban la carrera y que no solían ser supe­riores a doce23.

El paso por aquellos dos extremos era preci­samente en donde radicaba el máximo peligro para los concursantes, sobre todo cuando dos o más conductores intentaban pasar con su carro por el mismo lugar que, además, solía ser, lógi­camente el más corto y apropiado para un ade­lantamiento. Cuando esto así sucedía, no era extraño entonces asistir al dramático espectáculo en el que los carros chocaban entre sí, rompién­dose las ruedas o las lanzas y desunciéndose los caballos que, enardecidos por la fustigación a que eran sometidos y enloquecidos por el apara­toso y espectacular accidente, partían desboca­dos arrollándolo todo a su paso24. La modalidad del carro más propicia a estos peligros era la cua­driga, que presentaba por su tiro cuádruple un mayor frente de choque. Los aurigas, por su parte, trataban de prevenirse contra cualquiera de estas peligrosas contingencias que podían ser fatales para ellos, fajándose el cuerpo con anchas vendas y protegiéndose la cabeza con cascos de cuero. Homero, en el canto XXIII de La Ilíada, por mediación de las palabras que Néstor dirige a su hijo Antíloco, nos da toda una lección de buen hacer en la conducción de una cuadriga. Sófocles, en su Electra, describe un espectacular accidente en la competición de carreras de ca­rros que con singular expresividad califica de «naufragio caballar».

Dato curioso en este tipo de competicio­nes, era el de que se proclamase vencedor al propietario de los caballos y no al auriga que, gracias a su pericia y exponiendo quizá la vida, había conseguido la victoria. De ahí que fueran famosos vencedores en Olimpia, personajes políticos, como Alcibiades, Hierón de Siracu­sa, Gelón Tirano de Cela, y Ptolomeo Filadel­fo, Faraón de Egipto, cuya favorita, la famosa Bilistiche, fue la conductora de las cuadrigas reales que consiguieron la victoria en la 128 y 129 Olimpiada25.

La primera mujer que obtuvo un triunfo en este tipo de competiciones fue Kyniska, hija de Archidamos II, rey de Esparta y en la cual se unió además, la doble circunstancia de ser a la vez propietaria y auriga de los caballos y carro con que consiguió la victoria. Ello ocurrió en la 96 Olimpiada, en el 396 a. C.26.

Además de las competiciones de bigas y cuadrigas existieron en Olimpia las de carreras con caballos, potros y mulos y una especiali­dad curiosa, llamado Kalpe, introducida en la 71 Olimpiada, en el que a la mitad de la últi­ma vuelta, el jinete tenía que saltar del animal y conduciéndolo por las riendas llegar a la meta.

Maqueta Altis Olimpia

Maqueta Altis Olimpia

Como final del examen de las competi­ciones hípicas de Olimpia, no podemos por menos destacar el triunfo obtenido en los Juegos de la 227 Olimpiada, desarrollados en el año 129 de nuestra era, por el general Lu­cius Minicius, que aunque inscrito en las lis­tas de vencedores como romano, lo cierto es que Minicius viene a ser el primer campeón ibérico y barcelonés que conoce la historia, según reza la inscripción grabada en el cipo de la base de un monumento dedicado a Mi­nicius por los Serviros Augustales, y conser­vada en el Museo Arqueológico de Barcelo­na. En ella, conteniendo parte del testamento de aquél, se declara haber nacido en Barcino (Barcelona) un día de los idus de febrero (en­tre el 6 y el 11) probablemente del año 97 de nuestra era.

Gran aficionado a la selección y crianza ca­ballar, Lucius Minicius, que después agregaría a su nombre gentilicio y quizá para distinguirse del de su homónimo padre, el de Quadronius Verus, desempeñó importantes cargos políticos y militares durante el mandato de Trajano, Adriano y Antonio Pio, destacando los de Pre­tor (años 127 y 128) cónsul (130 a 134) y pro­cónsul en África (149-150).

En la próspera Barcelona de la época, lagens Minicia debió de destacar por su poder económico y político, ordenando y sufragando padre e hijo la construcción de unas termas de grandes dimensiones con pórticos y el corres­pondiente acueducto; obras que debieron de llevarse a cabo hacia el año 125, es decir cua­tro años antes de la fecha de su victoria olím­pica. En el testamento de Lucius Minicius se hace referencia al edificio que fue puesto al descubierto al hacer excavaciones en la barce­lonesa plaza de San Miguel. Por el contrario, no se ha podido aún demostrar la posible exis­tencia de un circo barcelonés, cuya lógica rea­lidad avalaría el hecho de la notoria especiali­dad hípica de Lucius Minicius, así como el hallazgo del gran mosaico de más de ocho me­tros de longitud exhumado igualmente en Barcelona y en donde se representa a cuatro cuadrigas en plena competición en el momen­to de llegar a la meta.

Como recuerdo de su triunfo en Olimpia, Lucius Minicius dedicó como exvoto el carro con el que había conseguido el triunfo en el certamen, el cual hizo colocar en las proximi­dades del Hipódromo, sobre una base en la que después haría grabar una inscripción:

«El gene­ral L. Minicius Natalis que en la Olimpiada 227 ganó la carrera de carros, hizo donación del carro vencedor al Santuario. Fue Pretor y Procónsul de Libia». Es con toda seguridad al hecho de la colocación de este monumento, al que hace referencia Pausanias, cuando dice presenció la excavación que se realizó para ello en las proximidades de la columna de Enomao y por la que se puso al descubierto «trozos de armas, frenos y bocados27».

En el año 129 de la era cristiana, se da la curiosa circunstancia, de que mientras un hispanorromano barcelonés gana en Olimpia la corona del triunfo, otro hispanorromano anda­luz, Adriano (nacido en Itálica) rige los desti­nos del Imperio.

Por la tarde del tercer día de los Juegos te­nía lugar el concurso del pentatlón, especiali­dad que comprendía cinco disciplinas a dispu­tar, las cuales eran: la carrera, el salto, el lanzamiento de disco, el lanzamiento de jabali­na y la lucha. Durante los siglos V y VI a. C., época del máximo apogeo de los Juegos de Olimpia, fue el pentatlón la modalidad agonís­tica más codiciada para un competidor olímpi­co, ya que triunfar en ella significaba ser el atle­ta más completo y estar en posesión de una serie de virtudes físicas y morales que le acer­caban al canon de la perfección que la kalocaia­gatia suponía (kalós = bello, agathós = bueno). Aristóteles haciendo referencia al ideal de la belleza masculina en su época, destaca por en­cima de todos el pentatleta, al que considera singularmente dotado para los ejercicios de ve­locidad, fuerza y destreza28.

Hoy día resulta enigmática todavía la for­ma en que se lanzaba el disco que podía ser de piedra o hierro, la técnica y modalidad del sal­to, que se ejercitaba con pesos en las manos (los halterios), la determinación del vencedor en es­te tipo de compleja competición de cinco con­cursos, y el orden de sucederse las pruebas que lo componían29.

El cuarto día de la fiesta estaba reservado a actos religiosos, ofrendas de sacrificios y gran banquete oficial a los participantes y dignida­des políticas asistentes y que tenía lugar en el Pritaneo.

El quinto día era una jornada de apretada competición. Por la mañana tenían lugar en el Estadio las competiciones de carreras. El Es­tadio de Olimpia dista mucho en forma y sis­tema de lo que estamos habituados a ver en los estadios modernos. Aquél se compone de una zona llana central, rodeada de colinas de suave pendiente. Las pistas para la carrera es­tán enmarcadas dentro de un rectángulo de 211 metros de largo por 32 de ancho. En la zona de salida existen unas losas acanaladas en donde los atletas apoyaban sus pies desnu­dos para tomar impulso en la arrancada. Co­mo la pista no disponía de zona curva, el co­rredor que participara en las carreras de fondo (de varios estadios) tenía que dar, al final de cada recta, una vuelta por detrás de unos pos­tes que se encontraban enclavados en la línea de meta y salida y a una distancia de 1,25 me­tros unos de otros. Las modalidades de carre­ra a disputar, según la distancia, eran el estadio (192,27 metros), el diaulo (o doble estadio) y la carrera de resistencia o dólico (de hasta 24 estadios30).

Por la tarde de este mismo día, tenían lu­gar las competiciones de lucha (lucha, pugila­to y pancracio) y la carrera de hoplitas o carre­ra de armados, introducida en el año 520 a. C., durante los Juegos de la 65 Olimpiada, y que tenía una esencia o significado eminen­temente militar, pues en ella se demostraba la habilidad, fuerza y resistencia del que, portan­do la indumentaria del soldado de entonces (casco, escudo y espinilleras), pudiera ganar este tipo de competición, que se desarrollaba sobre la distancia de un doble estadio. Para es­ta clase de carreras, los griegos demostraron siempre especial preparación, ya que su siste­ma de ataque en las operaciones militares es­taba basado en la extraordinaria movilidad de sus hoplitas. Histórico y prodigioso fue el re­corrido que el ateniense Filípides realizó du­rante la guerra de los griegos contra los per­sas, en el 490 a. C., ya que para llegar de Atenas a Esparta, recorrió los doscientos kiló­metros de distancia que les separan, en dos dí­as, según relata Herodoto.

En las competiciones de lucha competían todos los concursantes, sin distinción de cate­gorías por razón de peso, al igual que sucedía en el pugilato y el pancracio, de ahí la ventaja básica de los competidores más corpulentos y pesados. La lucha propiamente dicha, se prac­ticaba en las dos modalidades de «vertical» y «horizontal», venciendo en la primera el que hubiese logrado derribar a su contrincante por tres veces y obteniendo el triunfo de la segun­da el que hubiese conseguido poner de espal­das a su contrario en igual número de situa­ciones.

Lampadedromia

Lampadedromia

El pugilato, introducido en el programa de los Juegos de la 23 Olimpiada (688 a. C.31) fue el antecedente remoto de nuestro actual bo­xeo. Se practicó, al principio, a puño limpio pero, andando el tiempo, los pugilistas co­menzaron a protegerse los puños con vendajes que comenzaron siendo blandas tiras de cuero enrolladas a los nudillos, y acabaron por con­vertirse en gruesas correas endurecidas, con cuya protección los golpes que se cruzaran en el combate entre atletas especializados podían entrañar especial peligro. De ahí que con estos medios, la práctica continua de este tipo de deporte llegase a producir desfiguraciones no­torias en el rostro, como de la que se burla el escritor Lucilio, al referirse al pugilista Estra­tofón que, según él, después de dedicarse cua­tro años a este tipo de competición, nadie en el pueblo, ni siquiera sus vecinos, podían reconocerle...

La tercera especialidad de la lucha, el pan­cracio, era la más brutal e inhumana de las tres. Venía a constituir una mezcla de lucha y pugi­lato, con diversos lances y llaves —sólo que verdaderos— de nuestro inocuo catch. El pan­cracio se introduce en el calendario de Olimpia en el año 648 a. C., con ocasión de los Juegos de la 33 Olimpiada32. Al parecer, todo tipo de llaves, patadas, puñetazos, torsiones y disloca­ciones estaban permitidas, incluso, según algu­nos investigadores, hasta las llaves de estrangu­lamiento.

Filostrato de Lemos33 nos describe el his­tórico combate en el que el pancracista Arri­quión, mientras era estrangulado por su con­trario pudo, antes de expirar, desencajar a aquel un tobillo y obligarle a abandonar, por lo que, a título póstumo, fue proclamado vencedor por los hellanodicas.

La decadencia de los Juegos de Olimpia coincide, paradójicamente, con la preferencia de los espectadores por este tipo de competi­ción. Plutarco los critica agriamente al consi­derar que los pancracistas solían ser gente tos­ca e inculta, procedente de las regiones más atrasadas de Grecia (Arcadia y Tesalia) y a las que un duro régimen de vida, había impedido todo desarrollo anímico e intelectual.

Luchadores portentosos, que adquirieron fama legendaria en la Antigüedad, fueron Pu­lidamas de Escotusa, Milón de Crotona, Glaukos de Caristo y Teágenes de Tasos, ha­biendo obtenido este último durante su triun­fal y dilatada vida deportiva, 1.400 coronas de victoria34.

El último día festivo de los Juegos estaba dedicado al acto quizá más emocionante y so­lemne para aquellos que hubiesen obtenido al­guna victoria. Era éste el de la proclamación de vencedores. En solemne cortejo los olimpiónicos se dirigían a las inmediaciones del Templo de Zeus en donde tenía lugar la proclamación de su victoria y subsiguiente coronación. Cada vencedor era llamado por el heraldo, haciendo constar su nombre, el de su país de proceden­cia y el de su progenitor. Adelantándose con paso solemne hacía la tribuna en donde se en­contraban los hellanodicas, le era colocada sobre sus sienes la simbólica corona de olivo35. En bullicioso cortejo, ensordecidos por los vítores y aplausos de sus admiradores, amigos y fami­liares, los atletas se dirigían al interior del Tem­plo de Zeus para depositar sus coronas triunfa­les al pie de la estatua del dios.

Ser vencedor olímpico en la antigua Grecia suponía haber alcanzado una de las más altas cimas de la popularidad, el prestigio y la admi­ración de aquella sociedad. El olimpiónico era recibido en su ciudad con los honores máxi­mos, siendo frecuente que para darle especial entrada se procediese al derribo de un trozo de las murallas. A partir de aquel momento su manutención corría a cargo del erario munici­pal, se le eximía de impuestos y se le permitía la entrada gratuita en el teatro y demás espec­táculos públicos. El vencedor olímpico podía erigir también una estatua dentro del recinto sagrado de Olimpia con la que perpetuar el re­cuerdo de su triunfo. Poetas famosos, como Píndaro y Baquílides, cantaron con inspirados versos las proezas deportivas de los héroes olímpicos. En alguna ocasión, la condición de olimpiónico les permitió a algunos de ellos has­ta salvar la vida, como ocurrió con el pancracis­ta Doreo, hijo del famoso Diágoras de Rodas que, hecho prisionero por los atenienses en el año 407, en la batalla naval de Noción, fue puesto en libertad cuando se conoció su condi­ción de vencedor olímpico. De la misma mane­ra procedió Alejandro Magno en la batalla de Iso, con el jefe de una legión tebana hecho pri­sionero, cuando supo que había conseguido un triunfo en Olimpia.

Los Juegos de Olimpia comienzan a de­caer en su originaria fuerza espiritual, en el si­glo tercero y segundo antes de Cristo. La ro­busta fortaleza de su ideal va siendo lentamente atacada por varios frentes, y lo que siglos atrás constituyó el lugar de cita cuadrie­nal de lo más granado de la política y el pen­sar del mundo griego, inicia un declive fatal e irreversible. A Olimpia acudieron en jubiloso y festivo peregrinar Platón, Tales de Mileto, Herodoto, Tucídides, Píndaro y Simónides, Demóstenes, Gorgias, Lisias, Luciano, Pitá­goras y Anaxágoras, Apolonio de Tiana, Hi­pias y Temístocles y allí, todos ellos, con oca­sión de la gran fiesta en honor de Zeus, pudieron expresar sus ideas, ganar adeptos a su pensamiento, y sobre todo y lo más impor­tante conseguido políticamente fue que en Olimpia se ideó y fraguó la conciencia de uni­dad del mundo griego.

Pero en las fechas anteriormente menciona­das, comienza lentamente a hacer acto de pre­sencia el profesionalismo en la competición. Hay atletas que se dedican a la práctica continua del deporte pensando en las recompensas que pueden obtener en otros juegos menores grie­gos, investidos del título de olimpiónico, ganado en los Juegos de Olimpia. El agonismo litúrgico en el que la competición olímpica consistía en sus mejores tiempos, está ya muy lejos del inte­rés crematístico que ahora domina el certamen.

Corredor con antorcha

Corredor con antorcha

También la nueva tendencia ilustrada, la ratio propugnada por los sofistas, se muestra contraria al canon clásico de desarrollo iguali­tario de cuerpo y espíritu. De ahí que Aristó­fanes dirija burlas mordaces contra los discí­pulos que integran la nueva escuela filosófica, que salen pálidos y embrutecidos de sus «ca­sas de pensar», mientras las palestras y los gimnasios están vacíos. Pero Dión Crisósto­mo, Galiano, Galeno y el mismo Sócrates, desprecian al atleta, al que consideran «menos rápido que los animales, más cobarde y menos fuerte que el mismo asno». Alejandro Magno, nuevo dueño de los destinos de Grecia, des­precia competir en Olimpia por no tener fren­te a él a otros reyes como adversarios36. Y también Roma. Para el gusto de los nuevos conquistadores, los Juegos de Olimpia care­cen del aliciente que las luchas de gladiadores, las fieras y, en definitiva, la sangre de los es­pectáculos circenses que la metrópoli les pro­porcionaba. No obstante, Nerón, ansioso de títulos olímpicos, participa en los Juegos de la 211 Olimpiada, en el año 67 de nuestra era. Ordenó la inclusión en el calendario de los Juegos de una diversa serie de concursos mu­sicales y artísticos en los que, lógicamente, se hizo proclamar vencedor. Tomando la salida en la carrera de cuadrigas fue despedido del carro, al que con inefable estilo pretendía guiar, no obstante lo cual también ordenó se le adjudicara la victoria37.

En el año 392, Teodosio I por Bizancio es dueño de los destinos del mundo. Su ferviente cristianismo le lleva a perseguir cualquier prác­tica que se considerase pagana; y en Olimpia se daba culto a Zeus, y se exaltaba la perfección fí­sica en detrimento de los valores del alma. Un edicto de ese año prohíbe la celebración de ritos paganos y como consecuencia de él, los Juegos de Olimpia quedan oficialmente suprimidos38. Terremotos, incendios e inundaciones completaron la tarea aniquiladora, sepultando bajo un sudario de barro y escombros lo que siglos atrás fue la arena más gloriosa del mundo.

Olimpia murió en su apariencia física, pe­ro la idea de su mensaje no sucumbió, atrave­sando con su poderosa y penetrante llamada el agobiante transcurso de los siglos, venciendo la incomprensión e indiferencia de los hombres y la insistencia demoledora de los tiempos. La llamada de Olimpia en su nuevo renacer ha conseguido para sí y como un olimpiónico más la simbólica y verde corona de olivo, en otro tiempo preciado galardón de la victoria.

FUENTE: DURÁNTEZ, Conrado. Las Olimpiadas Modernas. Madrid. 2004. Págs. 1-13.
Conrado Durantez UABCONRADO DURÁNTEZ
Es Presidente de Honor del Comité Internacional Pierre de Coubertin, Presidente fundador del Comité Español Pierre de Coubertin, Presidente fundador de la Asociación Panibérica de Academias Olímpicas y también Presidente fundador de la Academia Olímpica Española y Miembro de la Comisión de Cultura del Comité Olímpico Internacional hasta 2015. Ha intervenido en la constitución de más de una veintena de Academias Olímpicas en Europa, América y África. Su vocación por el Olimpismo ha sido proyectada en constantes y numerosas intervenciones en congresos mundiales, conferencias y simposios diversos, así como en la publicación de numerosos artículos en periódicos y revistas especializadas nacionales y extranjeras dedicados al examen y estudio del fenómeno olímpico.

BIBLIOGRAFÍA

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SCHÜBEL, Heinz: Op: cit., págs. 14, 15.

10.DURÁNTEZ. Conrado: “El olimpisrno y la paz”, Facultad de Educación Física de A Coruña, 20 de mayo del 2003.

11. PAUSANIAS: II, 20, 1.

12. PAUSANIAS: V, 22,8 y VI, 23, 24, 25 y 26.

DIEM, Carl: Op. cit., pág. 206.

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PAUSANIAS: V, 16,8: V, 24, 10 y 9-5 y VIII, 48, 2.

14. PAUSANIAS: V, 16, 2-4 y V, 6,7-8.

DREES, Ludwig. Op. cit. págs. 15 y28.

DIEM, CarI: Op. cit., pág 131.

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PAUSANIAS: I, 44, 1.

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18. PAUSANIAS: VI, 21, 3 y 4.

19.TUCÍDIDES: Op. cit.,11, 22y V, 50, 4.

PAUSANIAS: VI.

MOUSSET, Albert: Op. cit., pág 60.

20. PAUSANIAS: V. 14.2.

GRIMAL, Pierre: Op. cit., pág. 248.

21. PAUSANIAS: VI, 24, 9, 10.

22.PAUSAN1AS: V 8, 9y VI, 14, 2.

23. PAUSANIAS: VI, 20, 10 y VI, 20, 15.

24.SOFOCLES: Electra. Traducción del Padre Ignacio Errandonea, 671-674.

25. PAUSANIAS: I, 22, 7 y V, 3, 11

PIERNAVIEJA DEL POZO, Miguel: «Antiguas vencedoras olímpicas», en CAF, Madrid 1963, págs. 401-427.

26.PAUSANIAS: V, 12, 5 VI, 1, 6, III, 8, 1 y III , 15, 1.

27.VERRIE F.P.: «Un barcelonés del siglo II. Primer campeón olímpico hispano», Vanguardia española, 27 de agosto de 1972.

PAUSANIAS: V. 20, 8.

28.ARISTÓTELES: «Retórica» 1,5 en Obras, Madrid, 1967.

29.PIERNAVIEJA DEL POZO, Miguel: «El pentatlón de los Helenos», en CAF, To­mo I, Fascículo I, Madrid 1959, págs. 37-64.

30. PAUSANIAS: VI, 13, 3.

31. PAUSANIAS: V, 8, 7.

32.PAUSANIAS: V, 8,8.

33. FILOSTRATO: Les images, II, 6, pág. 347 y siguientes. Versión francesa de Blaise Vigenere. París, 1937.

PAUSANIAS: VIII, 40, 1.

34. PAUSANIAS: VI, 14, 5; VI, 10, 1 VI, 10, 11, 2-3.

35.PAUSANIAS: V, 21, 12-14.

36. PLUTARCO: «Vidas paralelas. Alejandro, 4», en Biógrafos griegos, Madrid, 1964.

37.DION CASIO: Historia romana, LXIII, 14, 20.

PAUSANIAS: V, 12, 8.

38. TEJA, Ángela: L'Edit de Teodose et la fin des Jeux Olympiques dans l'anti­quité, 13th International.

HISPA Congress, Olympia, 1989, pp. 115-125.

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